Fuente: https://www.elespectador.com

ME PUSIERON APODOS LOS BANQUEROS —dijo el ministro Echeverry con su cara de niño travieso— y creo que hasta me declararon persona no grata.

No era para menos. Hacía muchos años ningún miembro del alto gobierno se atrevía a calificar de abusivo al todopoderoso gremio financiero. Menos aún sobre el recuerdo, todavía fresco, de un Uribe que tomaba decisiones de Estado al pie de la letra dictada por Luis Carlos Sarmiento. Ante los precios excesivos de servicios al usuario, el ministro anunció regulación del Gobierno: “Si hay abuso de posición dominante, si no hay competencia, tendrá que intervenir”. La decisión quedó incorporada a la reforma tributaria. Quién dijo miedo. Los banqueros pusieron el grito en el cielo. Denunciaron torva incursión del intervencionismo contra la sacrosanta libertad del mercado financiero. Exclamaron que aquellos eran los precios fijados por el mercado, que los bancos no tenían por qué subsidiarlos en aras del bien común. María Mercedes Cuéllar, presidenta de Asobancaria, se quejó de una medida que “va contra todo lo que se ha venido haciendo para liberar mercados”. Pero Echeverry no cedió, acaso inspirado en el principio de que el Estado debe intervenir para evitar que el monopolio y la concentración del poder económico aniquilen la libre competencia.

La verdad es que el proceso de liberación financiera en Colombia, que se gestó en los años 70 y culminó en los 90, eliminó la competencia en el sector. Lo que hay es oligopolio concertado en los clubes sociales, whisky en mano, o sea, monopolio. Sin competencia, se sabe, los magnates se meriendan los mercados y les pasan la cuenta a los usuarios. Mientras tanto, se dedican a negocios de alta rentabilidad especulativa (en la bolsa, en la compraventa de divisas) y a disfrutar de las ventajas que la Constitución del 91 les dio: prestarle carísimo al Gobierno, con la plata del Banco de la República. La celebrada Carta le prohibió al Banco Central prestarle al Gobierno y obligó la intermediación de la banca privada, que anda piponcha con esta vuelta absurda, pésimo negocio para las finanzas públicas.

Pero aquí, son unas de cal y otras de arena. El Gobierno aprieta con una mano los costos de los servicios al usuario —el componente menor de los ingresos financieros—. Y con la otra sube el tope de la tasa de usura, vale decir, permite elevar las tasas de interés de los bancos. Y no toca el corazón de los privilegios de un gremio que exhibe, exultante, ganancias que ofenden al ciudadano de a pie. A noviembre de 2010, los ingresos de la banca, distintos de intereses, alcanzaron los $26,2 billones. Sus ingresos por comisiones crecen 15,9% cada año, mientras el salario mínimo se ajustó esta vez en menos del 1% real. Ni hablar de la diferencia entre los intereses que pagan por un CDT y los que cobran por un crédito de consumo. Será Colombia el único país donde una cuenta de ahorros alimentada día a día nada renta y, encima, al ahorrador le devuelven mucho menos de lo depositado.

La libertad de mercado les dio a los bancos patente de corso. Ya no hay bancos de inversión ni de fomento ni especializados por sectores ni de apoyo a pequeños y medianos empresarios. Nada que produzca empleo. Sólo hay bancos de negocios. Las migajas se destinan a crédito productivo. Y en la cumbre, una política añeja: privatizar las ganancias y socializar las pérdidas.

Audaz el anuncio de intervenir para controlar abusos contra el usuario. Anatema contra el gremio consentido que ha terminado por construir un monopolio voraz. Negocio de fábula que distorsiona la función primordial de la banca: financiar la prosperidad para todos. Si el ministro mordiera la nuez de sus privilegios y no apenas la corteza, se habría ganado el bien merecido título de persona no grata entre banqueros. Un honor.

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