El reajuste del salario mínimo, como toda decisión de política económica, afecta diversos aspectos del funcionamiento de la economía: incide en la distribución del ingreso; impacta la competitividad del aparato productivo; y contribuye a determinar el ritmo de actividad económica.

Ese múltiple impacto obliga a evaluar con cuidado las metas que se pretendan alcanzar con el reajuste, evitando las consecuencias indeseadas que puedan resultar de la interacción de los diversos aspectos afectados.

En lo que hace al tema distributivo, el incremento real en el salario mínimo mejora la participación en el ingreso de los grupos sociales cuya remuneración está asociada al salario mínimo, pero no afecta (o incluso, afecta negativamente) a los grupos sociales más pobres y vulnerables, que no están cobijados por ese salario y para quienes se volvería más difícil obtener un empleo formal ante la menor demanda de trabajo resultante.

Estos grupos pobres y vulnerables se debaten entre el desempleo y la informalidad: un 92 por ciento del empleo del 20 por ciento más pobre del país, es informal y sus ingresos están por debajo del salario mínimo; en el grupo siguiente (el llamado segundo quintil de la población, en el argot estadístico), el 77 por ciento del empleo es informal, y el 68 por ciento tiene remuneraciones por debajo del mínimo. Así pues, los grupos más pobres no se benefician del salario mínimo, y podrían inclusive ver disminuida su posibilidad de obtener un empleo digno. Son por cierto esos grupos los más necesitados de la acción estatal, y su prevalencia es el problema distributivo mayor de un país que, como Colombia, sigue exhibiendo niveles de pobreza relativamente altos en el entorno latinoamericano.

En lo relativo a la competitividad, los costos salariales son, junto con la tasa de cambio, determinantes fundamentales de la posición competitiva del país en una economía globalizada, en la que los modelos exitosos de desarrollo están generalmente asociados a políticas agresivas de penetración de mercados externos.

Aportes parafiscales

Entre enero de 2000 y el presente, el salario mínimo real deflactado por el Índice de Precios al Productor, se ha incrementado en un 30 por ciento, a una tasa media anual del 1,9 por ciento, muy superior a la tasa de crecimiento de la productividad. Aunque una reforma reciente ha iniciado el camino del desmonte de aportes parafiscales, reduciendo por esa vía el costo laboral (con aparentes resultados positivos, puesto que se han creado 1.795.000 entre marzo y octubre de este año, contra 1.044.000 en el mismo período del año anterior) parece por lo menos prematuro reversar esa tendencia.

En este sentido, la gran apuesta del país será mantener la reducción observada recientemente en el desempleo, y atacar la informalidad, que representa sin duda el mayor problema de política pública del presente.

Por último, aunque un incremento real en el salario incide positivamente en la demanda agregada, no parece un factor decisivo en el momento actual: el crecimiento del país ha estado jalonado por el consumo, que viene creciendo en los últimos trimestres a un ritmo superior al crecimiento del PIB: en 2012, el consumo creció al 4,7 por ciento, en tanto que el PIB creció al 4,2 por ciento, y en este año, se mantiene la tendencia.

El país ha puesto en práctica un acuerdo fundamental, según el cual se mantiene la capacidad adquisitiva del salario, y se trasladan a él los logros en la productividad. Es un buen acuerdo, y vale la pena cumplirlo y mantenerlo, a la luz del beneficio que representa para los grupos sociales cuya remuneración depende del mínimo. Pero más allá de ese acuerdo, las políticas públicas deben priorizar la lucha contra el desempleo y la informalidad; y la generación de oportunidades claras que le permitan a la población aspirar a mejores niveles de vida a través de la educación y la acumulación de capital humano.

Tomado de: elcolombiano.com