Juan Ricardo Ortega caminaba por los pasillos de un castillo de Francia, junto a su familia y unos amigos, cuando empezó a hablar con acento español. Les explicaba en detalle la historia del lugar, citaba fechas, personajes, pormenores precisos. Varios de los turistas que pasaban a su lado se quedaron junto a él, convencidos de que quien hablaba era un guía experimentado. Entre risas disimuladas de su familia, Ortega siguió su disertación rodeado de un grupo cada vez más grande. Esta anécdota describe por lo menos tres de las características del actual director de la Dian: su memoria prodigiosa, su gusto por la historia y su humor fino.

Ortega tiene 47 años y este es un resumen de su hoja de vida: bachiller del Liceo de Cervantes, economista de la Universidad de los Andes, máster en Finanzas, Economía y Matemáticas de la Universidad de Yale y candidato a doctor en Desarrollo Económico de la misma universidad; consejero económico en la presidencia de Andrés Pastrana, viceministro de Hacienda en el periodo de Álvaro Uribe, asesor del Banco Interamericano de Desarrollo, director de Estudios Económicos en Planeación Nacional; secretario de Hacienda de Bogotá durante la alcaldía de Samuel Moreno, cargo que dejó cuando Juan Manuel Santos lo buscó para la dirección de la Dian, donde está hace cuatro años.

Varios analistas definen a Ortega como el mejor timonel que ha llegado a esa entidad. Afirman que la despolitizó, que entabló una lucha efectiva contra la corrupción y el contrabando, que logró implantar medidas –muchas de ellas controvertidas, como suele ser su estilo– que aumentaron el recaudo tributario. Algunos se arriesgan y opinan que es el mejor funcionario del gobierno Santos. No obstante, Juan Ricardo Ortega ya anunció que se va.

Es jueves, diez de la mañana, y el director llega a su despacho después de haber cumplido dos compromisos previos. Traje de paño, sin corbata. Aparenta más estatura que sus 1,94 metros. Saluda cordial, pero se queda mirando una puerta:

–En el diseño de las próximas oficinas, tengan en cuenta la conexión visual entre la gente. Es bueno que las personas se vean –les dice a los asistentes que lo rodean. La Dian está en remodelación y él se apura a dejar los últimos consejos.

Las noticias recientes han dicho que Ortega renuncia porque las amenazas en su contra, derivadas de los callos que ha pisado en las mafias del contrabando, han aumentado al punto de tener su vida en alto riesgo. Permanece custodiado por escoltas y ambas situaciones –el pesado esquema de seguridad, las amenazas– genera tensión en su familia. De manera que él prefirió darles a su esposa, la periodista económica Paola Ochoa, y a sus tres hijos un ritmo de vida diferente. Sin embargo, Ortega tiene una forma diferente de ver su realidad: “Si uno está amenazado o no, es un misterio. Siempre trato de aplicar el método científico. Si no veo las cosas o no tengo la fuente, no creo. Mi papá decía que no hay que creer en las palabras, sino mirar la evidencia empírica. Miro y no veo nada”.

Nombra a su papá con frecuencia. Es hijo de Francisco Ortega Acosta, el prestigioso economista que durante tres décadas fue gerente del Banco de la República. La ética férrea que le reconocen al actual director de la Dian, él la explica como una de las claras herencias de su padre. “En otros temas, mi relación con él fue más compleja. Se desesperaba con mi torpeza”, cuenta. Con torpeza quiere decir, por ejemplo, que no jugaba fútbol con las virtudes que su papá (gran aficionado a este deporte) quería ver en él. “Me mandaba un balón y yo, flaco, débil, no era capaz de agarrarlo. Eso lo estresaba”. La infancia del director de la Dian estuvo marcada por una sinovitis en la cadera generada por una infección bacteriana. Pasó meses enteros en cama con unos tubos pegados a las piernas y unas pesas colgando de ellos. Su mamá lo llevaba cargado al colegio los días de exámenes y el tratamiento duró más de lo habitual por un error en el primer diagnóstico médico. “No tenía musculatura. Imagínese pasar dos años así amarrado. Duré mucho en volver a caminar y cuando empecé a hacerlo era muy torpemente”. Se volvió la burla de los compañeros. Le pegaban, lo empujaban. El típico matoneo que hoy él recuerda como cosas de niños, sin darle ya mucha importancia.

Lo marcó más su dislexia. Empezó a notarse porque escribía mal, confundía las letras, los números. Entendía lo que le decían de forma oral, pero al escribirlo o decirlo venía el desorden. Ortega estuvo en tratamiento casi todos los años de colegio. Día tras día, desde segundo de primaria hasta cuarto de bachillerato, fue a terapia con una experta en este trastorno de lectoescritura. Allá le hacían ejercicios que eran como juegos para él, aprender versos, repetirlos. “Se superaba muy rápido”, recuerda su mamá, Beatriz López, que lo llevaba a sus citas. Ella misma se encargaba de entrenarlo en casa y de pedirles a los profesores que le permitieran presentar sus exámenes de forma oral. (Incluso en Estados Unidos, durante su maestría, también pedía que los exámenes no fueran escritos). “Se equivocaba hablando, pero el contenido de sus respuestas eran perfectas –dice su mamá–. Nunca lo vi estudiando, pero todo lo absorbía. Como si tuviera algo especial en el cerebro para comprender las cosas”. Esa es otra de las características que le observan quienes han trabajado a su lado: su inteligencia para captar el meollo de los asuntos y, en cualquier situación, poseer una mirada original de las cosas.

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Algunos lo describen como arrogante. Ortega ha sido profesor durante años y muchos de sus alumnos no lo recuerdan con demasiado aprecio. Él lo tiene claro: “Mi objetivo nunca ha sido ser popular. Y no creo que ser popular refleje hacer bien una labor”. En realidad, no es de muchos amigos ni es de los que se excede en elogios a otros si no los considera precisos. Tampoco es de muchas palabras. Puede permanecer callada durante una larga reunión si no encuentra algo importante qué decir y, si las conversaciones que lo rodean le parecen tontas, puede salir con “una pesadez”, cuenta un amigo cercano. “Cuando digan algo interesante, participo”, es una frase que se le oye con frecuencia. Se siente mejor hablando con gente del común. “Las personas que se consideran refinadas hablan basura muchas veces, y yo soy intolerante a la basura. Entonces les caigo mal porque los refuto de manera rápida”.

En una ocasión se hizo una de esas pruebas que miden la inteligencia y el resultado fue alto. Pero él no lo tuvo en cuenta. “Le cogí miedo a esas cosas porque uno puede cometer muchos errores si piensa que es muy inteligente”. Por eso prefiere partir de la base de que está equivocado. De ahí viene la manera en que elige a su equipo de trabajo: personas que piensen diferente a él, de fuerte autoestima y que sean capaces de decirle que no. “El día que uno cree que sabe más de la cuenta, se equivoca de manera crasa. Las buenas ideas son aterradoras. Las palabras seducen y no necesariamente reflejan la realidad. Me preocupa más la realidad que las palabras. Esa es otra de las herencias de mi padre”, dice el director de la Dian.

Fue su papá quien lo condujo a estudiar la carrera de economía, por encima del deseo de Juan Ricardo de elegir la física y las matemáticas. “Me dijo que estudiar eso ni por el …”, cuenta. La verdad es que la estrella (y a veces el fantasma) de su padre lo ha marcado de forma definitiva. “Su papá era muy exigente con él, le pedía un rendimiento muy alto”, recuerda Beatriz. Ortega es el único varón en un hogar de tres hijos. El listón por superar no solo venía de sus padres, sino de él mismo. En Los Andes, matriculado en economía, decidió tomar clases de matemáticas. Ahí se encontró con un profesor que moldeó su carácter: Sergio Fajardo. “Me dijo: usted es un mediocre. No da lo que puede dar”, cuenta Ortega. Fajardo recibió a Juan Ricardo en sus cursos de matemáticas. Aunque llegó con entusiasmo, venía sin el conocimiento que ya tenían sus otros alumnos. “Desconocía mucho el rigor del tema. Por eso lo primero que pensé era que no iba a aguantar –recuerda Fajardo–. Pero él no se amilanó. Mostró un tesón impresionante”.

Juan Ricardo Ortega ha sido un hombre de metas cumplidas. Sin embargo, una todavía está pendiente: su tesis de doctorado en Yale. Durante sus años de estudio, Ortega sacó las notas más altas. Lo becaron. Los profesores le decían que su tesis iba a ser de las mejores, que con seguridad sería algo extraordinario. Pero, al final de los estudios, Ortega se deprimió. “Un día empaqué mis cosas y me fui –dice–. Me avergoncé profundamente de no haber terminado la tesis. Sentía que les había fallado. Algún día voy a poder hacer la tesis que les debo. Es una deuda que tengo con ellos y conmigo”.

–¿Qué pasó con la tesis, por qué no la hizo?

–Muchas cosas pasaron. A uno lo educan en Colombia para repetir. Hay un filósofo francés, probablemente el tipo más inteligente hoy en día, Philip Pettit, que dice que las sociedades exitosas están donde a nadie se le domina, donde la gente pueda decir no. Cuando a uno lo educan en Colombia como a mí me educaron, lo preparan para repetir, para decir lo que el profesor dice. Aquí se sanciona estar en desacuerdo, hay un énfasis enorme a la obediencia. Es un país donde no se puede decir no, donde buscan personas sumisas. Entonces, cuando llegan y le dicen “usted, piense”, uno no siente que sea capaz intelectualmente. Uno no tiene la autoestima, y pensar es un acto de autoestima. Fue un shock duro en su momento.

En los próximos días Juan Ricardo Ortega viajará a Estados Unidos con su familia. Será asesor del BID, desde donde se sentará a pensar, a escribir, a investigar los temas económicos que lo trasnochan. Y a digerir en su mente lo que será muy pronto la tesis de su doctorado.

María Paulina Ortiz
Redacción EL TIEMPO

Tomado de: https://www.eltiempo.com/economia/empresas/en-colombia-no-se-ensena-a-pensar-sino-a-ser-sumisos-juan-ricardo-ortega/14218298