En esta época del año aparece la puja por establecer el salario mínimo para 2014, como estrategia para proteger a los trabajadores de baja calificación, reviviendo el viejo debate sobre cuál debería ser el incremento ideal que deje contentos a todos los sectores, involucrando a trabajadores y empresarios.

Como viene sucediendo en el país desde el año 2000, dado que no existe acuerdo entre los diferentes gremios que participan de la negociación, el gobierno ha fijado el aumento del salario mínimo por decreto, teniendo en cuenta por lo general, en promedio, algo más de un punto por encima de la tasa de inflación al cierre de cada año. Al margen de la discusión sobre el ideal del incremento esperado, lo realmente importante en este debate es la conexión que tiene la fijación del salario mínimo con los costos de la mano de obra, el bienestar de los trabajadores y los niveles de competitividad.

Frente al primer aspecto, al incluir los recargos por los salarios indirectos asociados con un trabajador que se gane el mínimo (en 2013, el costo asumido por el empleador ascendía a cerca del 69 por ciento), el reajuste del salario mínimo, sólo por la vía de la inflación sin tener en cuenta la evolución de la productividad laboral, se convierte en un mayor costo de la mano de obra, afectando de manera importante un grueso de la población trabajadora de baja calificación, por las prácticas evasivas de algunos empresarios que buscan reducir estos sobrecostos, fomentando de esta forma la informalidad laboral. Este hecho, además de impedir que se reduzca el desempleo, puede provocar pérdida de empleos formales en sectores de bajos salarios intensivos en trabajo como: alimentos, bebidas, textiles, vestuario, calzado, entre otros.

Por otra parte, ante la ausencia de una política pública que beneficie a los trabajadores que tienen remuneraciones por debajo del salario mínimo (en Colombia alrededor del 68,6 por ciento de la población laboral está bajo informalidad), los aumentos de éste reflejan un efecto distributivo en contra de estos trabajadores afectando, no sólo la calidad de los empleos, sino también, los niveles de vida de estos grupos sociales.

Sin duda, todo lo anterior tiene un impacto desfavorable sobre la competitividad del país, si adicionalmente se tiene en consideración que un grueso de los asalariados de menores ingresos cuenta con bajos niveles de educación. Esto, además de limitar las posibilidades de acceder a mejores oportunidades laborales, alimenta el denominado empleo informal y se convierte en un limitante para impulsar la productividad del trabajo.

En suma, pese a los avances en materia tributaria con la Ley 1607 de 2012 que desmontó una parte de los parafiscales reduciendo los costos a las nómina durante este año, el país requiere una verdadera política pública para la fijación del salario mínimo que combine la realidad de los costos laborales con la posibilidad de redistribuir el ingreso con la población trabajadora menos educada.

Esto implica, un conjunto de acciones en donde se pueden destacar importantes mecanismos de incentivos a la inversión empresarial, acompañadas de inversiones significativas en educación que fortalezcan el capital humano en todos sus ámbitos. Sin duda, esto redundaría en incrementos en la productividad lo cual, a más de favorecer la reducción de los costos, serviría como instrumento permanente para fijar los incrementos del salario mínimo en el tiempo.

El país debe avanzar a un esquema más integral para establecer el mínimo y superar lo que se observa hoy, una puja por un incremento nominal que no le sirve a los hogares más pobres del país.

Decano Ciencias Económicas de la Universidad de Antioquia y economista Universidad de Antioquia.

Tomado de: elcolombiano.com