Obtener un trabajo de oficina puede ser complicado. Hay cazatalentos y referencias, pruebas psicométricas e interminables entrevistas.

Incluso éstas no son lo directas que solían ser. Los entrevistadores se han cansado de escuchar respuestas aburridas y predecibles a “¿por qué deseas trabajar aquí?”.

Cualquiera sea el método, todos aceptan que el objetivo es contratar por mérito. Pero no siempre fue así.

La idea de que la mejor persona para el trabajo era la mejor para hacerlo, no era la dominante: lo que importaba era a quién conocías o de quién eras pariente. A los empleadores no les importaba si tenías alguna habilidad.

Ese fortuito sistema de patronato y pura suerte el que podía producir personajes como Lord Decimus Tite Barnacle, el intransigente burócrata creado por el escritor inglés Charles Dickens en “La pequeña Dorrit” a mediados del siglo XIX.

Barnacle era jefe de la Oficina del Circunloquio y creía en contratar sólo a sus familiares. Dickens describe la inflada burocracia donde el principio es nunca, por ninguna razón, dar una respuesta directa.

Al explicar cómo lidiaba la oficina con una solicitud de empleo, Barnacle dice: “Tendremos que remitirla a la derecha y a la izquierda, y cuando la remitamos a cualquier lugar, usted tendrá que ir a buscarla”.

Pero en el mundo real, las cosas estaban cambiando. Al expandirse el Imperio Británico, los funcionarios empezaban a obtener ideas de otras partes sobre cómo podrían hacer mejor las cosas.

Tortura china

Los chinos habían desarrollado un sistema muy exigente de exámenes que había que aprobar para trabajar en el servicio imperial. En vigor desde el siglo VII, consistía de una serie de pruebas desde el amanecer hasta el ocaso, para las cuales había que memorizar 400.000 caracteres de texto confuciano y dominar el extremadamente rígido “ensayo en ocho partes”. ¿Cuántos aprobaban? Entre 1% y 2%.

Los británicos quedaron muy impresionados y algunos pensaron que los exámenes les permitirían manejar mejor el imperio.

Charles Trevelyan, el secretario permanente del Tesoro entre 1840 y 1859, estaba horrorizado por los Barnacles de la administración pública. Una vez describió a un colega como un “caballero que realmente no sabe leer ni escribir, prácticamente un idiota”.

Por naturaleza, Trevelyan era un rigorista total, intolerante de cualquier fruslería. Le gustaba corregir la puntuación de sus colegas del Tesoro y ahorrar dinero en velas y periódicos. Y le disgustaba la conversación casual.

“Sus temas, incluso al cortejar, son la navegación a vapor, la educación de los nativos, el pago de aranceles azucareros y la sustitución del alfabeto romano por el árabe en las lenguas orientales”, contaba su cuñado, Lord Macaulay.

Meritocracia en acción

En 1853, tras años de fastidiar al gobierno con su proyecto, Trevelyan tuvo su oportunidad. William Gladstone, recién nombrado ministro de Hacienda, le pidió redactar una propuesta, conocida como el Informe Northcote-Trevelyan, de unas 20 páginas. En ella, Trevelyan se deleitó en desgarrar la mediocridad e ineficiencia de la administración pública.

Su propuesta hablaba de un sistema adecuado con un examen previo a la contratación: “dominio de la historia, jurisprudencia, economía política, lenguaje moderno, geografía política y física… además de los elementos básicos de los clásicos y las matemáticas”.

“Fue un proceso bastante largo antes de ser realmente promulgado, pero esencialmente cambió de un sistema de patronato a uno de meritocracia de hombres jóvenes seleccionados para la administración pública en base a su brillantez académica en matemáticas o griego”, afirma el profesor John Greenaway, de la Universidad de East Anglia, en conversación con la BBC.

Pero el tema era polémico.

Trevelyan y Gladstone creían que el éxito académico garantizaba honestidad y diligencia, las cualidades de un buen estudiante.

“Muchos de sus oponentes decían que no era una prueba verdadera de carácter y que cualquier fulano que fuera bueno en matemáticas podría asesorar sobre tratados secretos”, agrega Greenaway. “Con el viejo sistema de patronato la ventaja era, en teoría, que se podía confiar en los sobrinos de sus amigos”.

La lectura del informe dejó boquiabiertos a los caballeros en los clubes de Piccadilly. La reina Victoria le escribió a Gladstone, preocupada de que permitiría ingresar a las personas equivocadas. El primer ministro, Lord John Russell, también se indignó. “En el futuro esa Junta Examinadora reemplazará a la reina”, anotó.

El peor insulto posible llegó de la prensa: era demasiado europeo. Demasiado alemán incluso.

“El patronato era un modo de consolidar el poder político”, señala Greenaway. “Votarían por ti si les dabas trabajo a sus hijos o sobrinos en la administración pública”.

Gladstone trató de calmar al primer ministro, asegurándole que las reformas no significaban que cualquier ignorante conseguiría trabajo y que la clase gobernante estaba a salvo.

“Una de las grandes ventajas que veo del cambio… será su tendencia a fortalecer y multiplicar los lazos entre las clases altas y la posesión del poder administrativo”, apuntó. “Tengo una fuerte convicción de que la aristocracia de este país es superior en sus dones naturales que el promedio de la masa”.

¿Qué ocurrió? La decisión fue dejada para después. Y luego estalló la Guerra de Crimea. Pero en 1870, 17 años después de su redacción, sus recomendaciones finalmente empezaron a ponerse en práctica, sentando las bases de la administración pública moderna. Trevelyan se salió con la suya.

El mérito del meritócrata

¿Pero era Trevelyan realmente un gran meritócrata?

“Quería que se escogiera a jóvenes con mérito, los mejores de los mejores”, asegura Greenaway. “Pero creía que los mejores se encontraban en la nobleza, en las clases profesionales. Con el paso del siglo XIX, el sistema educativo reflejaba el sistema social. Las universidades en Oxford y Cambridge y las escuelas privadas se convirtieron en exclusivas de las clases profesionales: el clero, los abogados y demás”.

Así, la educación reemplazó al patronato de una manera aceptable a los conservadores que temían que los exámenes socavarían el tejido social del país.

Desde entonces, los simplones de clase alta no consiguieron empleo en la administración pública.

Había exámenes para todo: ligeramente más fáciles para los “roles inferiores” y más duros para los “superiores”
encargados de la formulación de políticas.

Y así se ha mantenido.

El nepotismo sigue vivo

Pero 150 años después, ¿pensamos diferente? Los empleadores modernos creen que el comportamiento es tan importante como la capacidad intelectual.

Vale notar que, a pesar de todo el esfuerzo dedicado al reclutamiento en estos últimos 150 años, el nepotismo no ha muerto.

Incluso Trevelyan dejaba de lado su apasionada fe en el mérito cuando se trataba de conseguir empleos a sus propios amigos y parientes. Escribió varias cartas a magnates en India para garantizarle trabajo a su hermano o algún primo lejano.

Es chocante. ¿O no? Volvamos al tiempo presente: ¿qué se necesita para esa codiciada pasantía en uno de los grandes bancos de inversiones? Un excelente currículo, un buen título académico y la capacidad de escribir una estupenda carta de presentación.

Pero si resulta que su padre juega al golf con el vicepresidente del banco, ¡el puesto es suyo!

Tomado de: finanzaspersonales.com.co