Hace unas semanas, ante la evidente postración de la industria y el marchitamiento del sector exportador, la administración del presidente Santos reconoció la necesidad del rescate de las políticas sectoriales, comúnmente denominadas como política industrial, ante la necesidad de conciliar los avances en el plano macroeconómico y de los tratados de libre comercio, para modernizar y formalizar la economía.

Este anuncio se hizo en la víspera de la conmemoración de los 90 años de la fundación del Banco de la República, y por consiguiente también debería tener repercusiones tanto en las sesiones de su nueva junta directiva, como también en el rol que juega la comunidad empresarial.
 

El rezago competitivo es inocultable y aunque de poco lamentarse sobre las expectativas incumplidas, sí es la oportunidad de comenzar a llamar las cosas por su nombre y hacer realidad el pragmatismo, pasando de los anuncios a los hechos, pues no se trata simplemente de evocar el pasado y dar reversa.
 

En esta nueva etapa, el liderazgo del equipo de Gobierno estarán a prueba, no solo porque tiene el sol a sus espaldas, sino por las complejas circunstancias del entorno.
 

Hasta el momento, un debate tan trascendental como los inquietantes efectos de la sobrevaluación del peso sobre la transformación productiva no ha trascendido más allá de las esporádicas alusiones de los medios, pues las partes interesadas dialogan dentro de un foro institucional poco propicio para el tema.
 

Tanto el Gobierno como el sector privado debaten la política industrial con carteras y agremiaciones, donde industriales y exportadores son minorías para los consensos y la coordinación interinstitucional. Además, para enfrentar el sesgo contra las actividades transables internacionalmente no se disponen de muchos instrumentos, la mayoría de los apoyos y alivios que se manejaron en el pasado fueron desmontados mediando compromisos ante la Organización Mundial del Comercio y los sucesivos tratados de libre comercio, otros se desvirtuaron como resultado de la generalización de las zonas francas y de los contratos de estabilidad jurídica, mientras que propuestas innovadoras son aún incipientes.
 

Adicionalmente, las condiciones del entorno internacional no son las más propicias, la postración de la economía mundial y sus repercusiones internas tampoco dan mucho espacio fiscal para subsidios y ayudas, mientras que la política cambiaria está supeditada a la estabilidad macro, al menos con la política económica vigente.
 

La revaluación nos especializa en la minería, y pensar en un ajuste cambiario que logre alterar trascendentalmente los precios relativos, implicaría asumir un tremendo reto político en un año preelectoral, pues conllevaría un replanteamiento de la política de inflación objetivo, un ajuste en las cuentas fiscales, una recomposición del portafolio de la economía, y, desde luego, un impopular hasta luego al dólar barato para la adquisición de bienes de consumo durable como electrodomésticos, automóviles y viajes al exterior.
 

Sin embargo, las soluciones no se encuentran necesariamente en las letanías de neoliberales y estructuralistas, ni en pretender devolver el reloj a los tiempos de las restricciones de la economía cerrada y la inestabilidad macroeconómica, sí con creatividad para implementar nuevos instrumentos e instituciones se lograran aprovechar los esfuerzos realizados por el país en revitalizar la base empresarial y académica, en atraer la inversión extranjera y en formalizar sus relaciones comerciales con el resto del mundo.
 

Más allá de la economía, no aprovechar el llamado a dar este timonazo también puede tener repercusiones indeseadas para la sostenibilidad y profundización de nuestra democracia, pues con la desindustrialización paulatinamente nos estamos deslizando hacia la economía política típica de los productos básicos, es decir, gigantismo del Estado y vulnerabilidad al ciclo económico, un hábitat favorable para el populismo, tal como ya lo vemos a regiones propias y países vecinos.
 

De todas maneras, revisitar las políticas sectoriales en pleno año preelectoral y llevarlo a la práctica puede lucir demasiado optimista, no solo por los tiempos, sino también por las trascendentales reformas que habría que preparar y ambientar, pero independientemente de su implementación por parte del Gobierno, sin duda, es su cuarto de hora para insertar el cambio productivo hacia la modernización como una política de Estado.

Tomado de:portafolio.co